Blanquita: en la bruma no existe la verdad
Blanquita| Fernando Guzzoni| Chile, México, Luxemburgo, Francia, Polonia| 2022
Entre el encierro de cuartitos alumbrados por una luz artificial, entre las voces que se vuelven ruido en su saturación e insistencia, entre el cobijo de un manto verde que remite más a la putrefacción que a la vida, entre los rostros fuera de foco que se vuelven burocráticos y anónimos, entre todo eso y más cobra forma la película “Blanquita” (2022) del chileno Fernando Guzzoni. Como una pesadilla se construye esta cinta, pero no una pesadilla que dura lo que una noche o una de la que se puede escapar al amanecer. Esta pesadilla es colectiva, es la burocracia, la iglesia, la empresa, el poder y, como tal, es la materia de la realidad sobre la que estamos parados. Esta pesadilla es la que configura y determina nuestras vidas, es la que decide por nosotras y disloca nuestras historias.
“Blanquita” es el relato de una mujer que se ve atravesada por la violencia que se gesta a partir de las redes entabladas entre el poder político y el económico y el develamiento de las extensiones que esta alianza tiene socialmente. Blanca (Laura López) es el punto de acceso al espectador para conocer las perversiones y los horrores de una red de pedofilia y pornografía infantil que el empresario chileno Pablo Kahn maneja y dentro de la cual se mueven figuras de la política del país. Expuesta a un juicio que parece perdido desde el principio, Blanca revive el dolor y no nada más el suyo, sino el de los personajes que orbitan alrededor de las reglas del juego impuestas por los propios victimarios. Basada en el verídico Caso Spiniak la historia no se mueve en relación al motivo narrativo de descubrir al culpable, sino en torno al cuestionamiento de cómo se le hace frente a una corrupción evidente cuando aquello que la sustenta es lo mismo que articula nuestros sistemas de justicia y que compone aspectos incluso cotidianos de nuestra existencia, cuando aquello que la sustenta es el propio patriarcado y la impunidad.
La cinta no llega a ser angustiante en su manejo emocional, es más bien indignante (en los temas que toca) e inaprehensible (desde el conflicto que plantea), pues en las formas todo empieza a deshacerse entre las manos: la posibilidad de la libertad y el cumplimiento de la ley y las propias voces que en un inicio cargaban con la esperanza. Conforme avanza la película todo punto de vista, toda enunciación, se carga de engaño y todo referente se vuelve no fiable. Esto genera la posibilidad de una lectura de la película completamente abierta y expuesta al relativismo; un “nunca sabremos la verdad de lo que sucedió”, “tal vez todo fue inventado”, frases que cabe decir son tan sonadas en las investigaciones que rodean casos de violencia de género. Sin embargo, a pesar de las complejidades y mentiras, cabe recordar que el criterio de verdad siempre lo construyen aquellos que tienen los medios para que el mundo se corresponda con sus ópticas y que no existe la autonomía cuando hay un trato de inferioridad, cuando hay sujetos que ni siquiera tienen un lugar en el mundo. Así “Blanquita” opta por salirse del maniqueísmo, porque los discursos sobrepasan la batalla entre el bien y el mal; curiosamente, aunque no existan certezas dentro de la película, podemos reconocer el mundo en el que estamos parados y es allí desde donde cabe hacer frente, en el reconocimiento de que existe algo inadmisible.