Por Gonzalo Lira Galván
La muerte suele confundirse con aquel momento en el que un corazón deja de latir. Sin embargo, el padre de Haas (Hannah Schiller) es el testimonio de una muerte anómala, con sangre recorriendo palpitante las venas de un cuerpo abandonado a una vida de resignaciones.
Deuda, soledad y el inhóspito escenario de las llanuras de un Estados Unidos que se percibe tan actual como anacrónico son el lienzo sobre el cual la novel directora Marian Mathias confecciona la sencilla historia de una joven forzada a tomar las riendas de un mundo adulto que desconoce y del cual su única referencia es su padre, un Don Nadie que la llena de deudas al instante en que su corazón deja de latir.
Con la muerte de su padre a cuestas y el peso del escrutinio público juzgando su ausencia en el fatídico momento que cambiaría su vida, Haas debe transportar el cuerpo hasta Illinois, donde el clima parece estar enviando un claro mensaje de rechazo. Si no es la resequedad del cementerio un día, es una inundación el siguiente.
La vida de Haas, apenas consecuencia de la crueldad universal, cobra un nuevo significado con la aparición de Will, un joven nómada con aspiraciones de marino. Él también es de pocas palabras, pero bajo la dirección de Mathias son los elementos más discretos los que logran sugerir el cambio. De repente los trayectos solitarios y a pie se convierten en paseos de bicicleta con buena compañía. Los planos abiertos de escenarios hostiles se van cerrando y detallando hasta tornarse íntimos, como si la rispidez del ambiente se empezara a tornar irrelevante.
Runner sorprende por la madurez y el rigor de Marian Mathias, su directora, pero también por sus actuaciones, particularmente la de Hannah Schiller como Haas. Ambas, actriz y personaje, atraviesan sin aparentes tropiezos la difícil misión que se les impone, cada una con motivaciones muy distantes y muy distintas, pero no por ello menos complejas.
Sumado al de dirección y el de sus actrices, el trabajo detrás de la cámara a cargo de Jomo Fray -frecuente colaborador de Mathias- es determinante para entender el entorno que habitan sus personajes. Cada cuadro evoca las pinturas de Norman Rockwell, Gustave Caillebotte o Jean-François Millet, pero principalmente de Edward Hopper -la casa en la que muere el padre de Haas podría ser la protagonista de “La casa junto a las vías del tren” (Hopper, 1925)-.
Estos símiles no son una coincidencia. El país que retrata Mathias es uno lleno de desesperanza, articulado por una fantasía económica que contrasta con el realismo de lo rural, en el que sus habitantes anhelan muertos en vida un futuro mejor que quizá nunca llegará o que, como es el caso de Runner y el padre de Haas, solo puede mejorar con el último latido de un corazón roto.